jueves, 27 de octubre de 2011

Tintín, Spielberg y yo.


Las Aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio.

No puedo empezar a hablar de la película sin poner en antecedentes a los que vayáis a leer esto. No sé muy bien cómo describir lo que es para mí Steven Spielberg. O mejor dicho, el cine de Steven Spielberg. Con cuatro añitos vi La Guerra de las Galaxias y creo que instantáneamente supe que mi mundo no era este mundo. Pero no asocié aquello a una persona. Pensé que esa película sencillamente, existía. Tardé unos años en descubrir que las películas las hacía gente. Y lo descubrí, concretamente, en un reportaje de Informe Semanal sobre E.T. en el que entrevistaban a Spielberg en el momento en el que E.T. se estaba convirtiendo en una sensación mundial. Me acuerdo perfectamente, sábado por la noche, nueve años, cenando huevos con patatas en mi esquijama verde a la espera de que empezase sábado cine (daban El Coloso en Llamas) y ver el reportaje de E.T. con la boca abierta. Había un señor con gorra de béisbol, barba y gafas que había hecho un montón de películas. Tiburón, Encuentros en la tercera fase, En busca del Arca perdida. “El nuevo Rey Midas de Hollywood”, decían. Yo no había visto ninguna de esas pelis pero mis hermanos que eran muy cinéfilos las mencionaban constantemente. Creo que fue la primera vez que fui consciente de la figura de un director. “Qué es lo que hace un director?” – le pregunté a mi madre. “Es el que dice acción y corten” – me respondió ella. Vale.

Otro día escribiré sobre lo que fue esa tarde en la que vi E.T. por primera vez, pero no exagero si os digo que fue un evento que me cambió para siempre. Si es verdad que antes de morir uno ve una película de los momentos más importantes de su vida, estoy convencido de que cuando llegue mi hora volveré a vivir ese momento en el que salté de la butaca con otros cientos de niños entre gritos y aplausos cuando Elliot y ET volaron sobre los coches de policía. Otro dato curioso… la cama donde dormía de pequeño era una cama abatible te esas que suben y bajan. En el cabecero de la cama había unas estampitas que mi madre había puesto para que me acordase de rezar cada noche. Una Virgen María y un Jesús. Yo completé la familia sagrada con una foto de Spielberg y ET. Así que en el cabecero de mi cama había estas tres estampas: 




Padre y Espíritu Santo. ¿Queda claro? Sobran más explicaciones, ¿verdad? 

Pues alrededor de estas imágenes fui añadiendo pegatinas de mis obsesiones particulares. Muchas de ellas eran de Tintín. Porque sí, yo era de Tintín, no de Astérix. Igual que después fui más de Michael Ende que de Tolkien. Sin enredarme demasiado creo que ya he puesto suficientemente en antecedentes de lo que han significado desde mi infancia Spielberg y Tintín, y os podéis imaginar las ganas que tenía que ver LAS AVENTURAS DE TINTÍN: EL SECRETO DEL UNICORNIO. Claro que entré a verla con cierto recelo también, porque la última vez que había estado tan ilusionado por un enlace perfecto, el resultado fue HOOK, que mejor la olvidamos...

Por suerte para todos, Tintín no es Hook. Aunque tampoco es E.T.

La película abre con una preciosa secuencia de títulos de crédito metatintinóloga que hace un rápido repaso por el universo de Hergé al ritmo de una juguetona pieza de John Williams sonando a Johnny Williams, el compositor de Jazz de su primera época o de Atrápame si Puedes, sin irnos tan lejos. Es como si hasta en la música se plantease un viaje a los principios, a la infancia creativa. Y entonces la película arranca con una preciosa secuencia homenaje a Hergé que no quiero destripar aquí pero que es ya de aplauso. No se puede presentar mejor a Tintín, en el estreno al que asistí todo el cine se puso a aplaudir a menos de un minuto de arrancar la película. No podíamos estar más entregados. 

La técnica de motion capture nunca se ha utilizado mejor, la película es visualmente impecable, la paleta de colores preciosa, la iluminación especatacular, la planificación es un derroche de elegancia e imaginación, los personajes parecen, efectivamente, los personajes de Hergé. ¡Qué difícil esto! ¿Cómo se puede llevar a las tres dimensiones con éxito algo tan implantado en la memoria personal de tantos lectores? Pues tengo que decir que en ese aspecto la película es un éxito rotundo (a excepción de La Castafiore, quizás). La primera hora de película es impecable. A un ritmo trepidante se va desarrollando una trama que combina misterio, humor y acción con un gusto irreprochable. Parece que se va a producir el milagro, uno tiene la sensación de estar presenciando un clásico instantáneo. Pero entonces... llega el desmelene. Una secuencia de acción tras otra, sin pausa ni tregua. Y el medio le permite a Spielberg llevar a cabo planos imposibles que no se podrían haber rodado jamás utilizando otro medio. Es un auténtico banquete. Pero precisamente por eso llega un punto en el que llega una sensación de empacho. No hay mesura ni contención ninguna. Estamos delante de un niño sacando todos sus juguetes y a la vez que disfrutas viendo lo bien que se lo pasa, empiezas a preocuparte por el desorden que se está montando y por cómo leches se va a recoger todo después. Y el problema es que, efectivamente, nunca llega el momento de recoger. La película termina en un cliffhanger algo precipitado que te deja con ganas de haber pasado más tiempo con esos personajes deliciosos y menos en tanta persecución enloquecida. Hay espectáculo, imaginación y cine para parar un tren. Pero falta un poquito de corazón. Y el que hay, dibujado un poco a trazo grueso en la relación que se establece entre Tintín y Haddock, resulta un poco forzado, cosa de manual. Hay incluso un intento de redimir a Haddock de su alcoholismo que resulta impostado. 

En resumen, una pequeña delicia que se acaba demasiado pronto dejando una extraña sensación de vacío al terminarse. Un festival para la vista extrañamente ausente de la emoción que podemos esperar de Spielberg. Pero un autentico prodigio de imaginación en la puesta en escena. Apabullante, quizás demasiado. No pude evitar acordarme de Bruce, el tiburón mecánico que no funcionaba al rodar JAWS y que obligó a Spielberg a estrujarse la imaginación para crear suspense y emoción con elementos mínimos, insinuando sin mostrar. Aquí es todo lo contrario. Puedes hacer cualquier cosa. Todo es posible. Y escena tras escena hay un despilfarro de ideas que termina por ahogar un poco la ya de por sí endeble narrativa. A veces tenerlo todo a favor no favorece que salga lo mejor de uno mismo. Y este es un poco el caso. Y resulta un poco inexplicable que un trabajo exquisito que va a llevar dos años de render no vaya cimentado por un guión de planificación igualmente milimétrica.

Con todo, la película es un bombón. Quizás no para entrar en el top de Spielberg, pero sí para dejar bien claro que sigue siendo el Rey. Y siempre nos queda War Horse. Quizás se esté guardando su mejor regalo para las navidades. Mientras tanto, yo pienso volver a pasar unas cuantas tardes en el cine con Tintín y Milú. Mañana mismo, sin ir más lejos. 






Beautiful Losers.




You know what's wrong with you, miss whoever-you-are? You're chicken! You got no guts. You're afraid to say O.K. life's a fact. People do fall in love. People do belong to each other, because that's the only chance anybody's got for real happiness. You call yourself a free spirit, a wild thing. You're terrified somebody's going to put you un a cage. Well, baby, you're already in that cage. You built it yourself. And it's not bounded by Tulip, Texas or Somaliland. It's wherever you go. Because no matter where you run you just end up running into yourself. Here.I've been carrying this thing around for months. I don't want it anymore.

George Axelrod, Breakfast at Tiffany's. From the novel by Truman Capote.




Creo que soy un tipo de gustos muy variados. Si alguien me pide que haga una lista de mis diez películas favoritas aparecerían cosas de muy distintos géneros (quizás otro día dedique un post a esa lista). Pero siempre se colarían en ese top 10 dos películas que yo considero comedias románticas. El Apartamento y Desayuno con Diamantes. ¿Comedias? Sí, para mi las dos son muy divertidas, aunque hay algo significativo en que mis dos comedias románticas favoritas sean películas de un poso decididamente triste. Para El Apartamento ya encontraré hueco (¿el mejor guión de la historia del cine, tal vez?). Hoy toca la película de Blake Edwards a modo de homenaje tardío.

No voy a hablar de lo de siempre, de la antipatía de Capote hacia Audrey Hepburn y del final feliz que no tenía su novela corta, ni de la degradación de la increíble composición de Audrey Hepburn hasta convertirse en icono pop de baratija, ni de la increíble partitura de Mancini. Esta película puede que sea junto con La Semilla del Diablo (un par de peldaños más arriba en mi top 10) la película que más veces haya visto en mi vida. La vi por primera vez con 16 años (mi madre me la tenía prohibida porque aquella revista infecta que se colaba en nuestra casa cada mes, MUNDO CRISTIANO, le concedía la calificación de "para adultos - con reparos"), y sentí una mezcla curiosa de ligera decepción y fascinación. Volví a ella muchas, muchas veces, en momentos muy distintos. Y siempre había algo nuevo, algo por descubrir. De hecho acabo de verla ahora mismo y de nuevo ha tocado teclas en lugares por los que antes la película pasaba de puntillas. Quizás esa sea la verdadera marca de un clásico. Conseguir mantenerse siempre nueva, siempre distinta, por muchas repeticiones y muchos años que le pasen por encima.

Hoy me he quedado prendado con ese Doc, marido enamorado de una Lullamae que ya no existe. Un tipo empeñado en domesticar animales salvajes heridos, incapaz de aprender nada a cada intento, sabiendo que volverá a sanar el ala rota de un halcón, la pierna de un caballo salvaje, el corazón de una jovencita inquieta, solo para ver como cada una de las criaturas que atiende huye lejos de él una vez están sanados. Y con Paul, ese escritor que no escribe, un mantenido cuya verdadera ocupación roza los limites de la decencia, por no hablar de la legalidad. Y con Holly, o como-quiera-que-se-llame. Una auténtica farsante que se cree sus propias mentiras y que huya donde huya siempre termina por caer en la trampa que ella misma se ha fabricado. Qué personajes más tristes para levantar una comedia. Pero en el fondo las mejores comedias son las que duelen, porque esa risa a costa del dolor ajeno reconocido es una risa que cura. La sonrisa ganada a las lágrimas siempre es más honda que la que no duele.

Leí en algún sitio con absoluto terror que para ser escritor hay que haber vivido mucho, pero sobre todo hay que haber sufrido mucho, creo que salía de la boca de Borges esta afirmación. Y puede que sea verdad. 

Imagino que un texto como este no sale de la nada. Hay que haberse enamorado muchas veces de animales salvajes que llegan heridos y una vez sanados vuelven por donde vinieron para llegar a contar algo así. Sin duda hay algo de Capote en los tres personajes. El hombre enamorado de criaturas tan fascinantes como inalcanzables. Capaz de atraer momentáneamente la atención de una criatura herida que tarde o temprano habrá de abandonarle. El escritor bloqueado por un éxito prematuro. El animal social que busca enterrar en fiestas y alcohol una profunda tristeza. Sólo desde dentro se puede comprender a personajes así. Hay detalles que nunca pueden ser perceptibles a un observador exterior. Pero es esa misma valentía para desnudarse parcialmente en cada uno de los personajes la que hace que sus historias tengan ese impacto. De alguna manera al hablar desde dentro se llega a la verdad. Y en ese triángulo consigue sintetizar las fases por las que cualquiera pasará en su vida. Holly, el animal en busca de cariño y de su propia identidad. Alguien que cree que por siempre será joven y que nunca por eso tendrá que renunciar a nada. Alguien que cree equivocadamente que si el amor es una jaula, al menos que la jaula sea de oro, porque siempre habrá más cosas fuera que perderse que las que pueda haber nunca dentro. Paul, el cínico que se ha rendido pero es capaz de reconocer la oportunidad cuando le pasa por delante, y peleará con uñas y dientes por guardar lo que es valioso ahora que ha aprendido a reconocerlo. Y Doc, para quien ya es tarde. Alguien a quien la vida ha maltratado y se empeña en volver a un hogar que ya no existe, alguien que ya no sabe mirar hacia delante y sufre mirando siempre atrás. Ahí están las fases por las que cualquiera puede pasar. Con un poco de suerte nos quedamos en Paul sin llegar nunca a Doc. O si caemos en Doc, siempre se puede intentar volver a Paul, sin pasarse y volver a Holly...

Pero claramente para crear estos personajes hay que haber caminado en sus zapatos. Es curioso que muchas de las plumas más divertidas y mordaces hayan compartido ese mismo grado de coqueteo con la tristeza, cuando no directamente la autodestrucción, ahí está Dorothy Parker, autora de mil relatos divertidísimos y de joyas como este pequeño poema:

Razors pain you
rivers are damp
acids stain you
and drugs cause cramp.
Guns aren't lawful
nooses give
gas smells awful
you might as well live. 

Creo que algo así, desgraciadamente, sólo se le puede ocurrir a alguien que ha contemplado seriamente el suicidio, y con cierta distancia se permite reírse de ello. Después de ver algo tan contundente uno siempre se siente muy humilde. Cuando no directamente inútil, pensando que nunca podré escribir algo así de bueno. Por otra parte, siempre he pensado que cuando escribo estoy solucionando lo que no puedo solucionar en la vida. Estoy haciendo una cura mágica de lo que no puede, pudo, o podrá ser. Si para llegar a escribir lo que he escrito tenía que pasar por lo que he pasado, pues bendita sea esa escritura que cierra mis heridas y con suerte, las de algún espectador anónimo que nunca llegaré a conocer.

Dicen que la comedia no es más que tragedia desde la distancia. Espero que si ese es el único camino, la vida me trate lo suficientemente bien como para no verme impulsado a escribir nunca una comedia.  Aunque sea una tan deliciosa como Desayuno con Diamantes.

Mi primera visita a un cine.


“La guerra de las galaxias” se estrenó en España el siete de noviembre de 1977. Por aquel entonces yo acababa de cumplir cuatro años. Era demasiado pequeño para ir al cine, y a mi madre le parecía que me podría dar miedo, así que a pesar de muchas súplicas, no conseguí que me llevasen a verla en su día. Mi hermano Juan tenía 13 años, mi hermana Pilar 15, eran fanáticos de la película, los dos hacían la colección de cromos. Bueno, en realidad mi hermano la hacía, porque Pilar sólo quería los cromos en los que salía Mark Hamill. Mi hermano me dejaba custodiar y ordenar los cromos repetidos, pero el álbum de cromos era algo sagrado que no podía tocar. Sólo podía mirarlo de vez en cuando y él tenía que pasar las páginas. Yo-no-podía-tocar-el-álbum. Tenía una hoja en la que íbamos apuntado los cromos que teníamos, del 1 al 164, tachando los que ya estaban. A veces se me permitía el lujo de aplicarle pegamento imedio a algún cromo, eso era lo máximo que se me permitía. Mi hermano era terriblemente escrupuloso y sólo él podía colocar el cromo haciéndolo cuadrar perfectamente en el rectángulo dibujado sobre el álbum. Yo le daba al imedio siguiendo sus precisas intrucciones. Un punto de pegamento en cada esquina del cromo y otro en el centro, luego estiraba esos puntos hasta convertirlos en líneas y se lo entregaba reverencialmente a mi hermano para que lo pegase. La colección tardó en completarse casi un año, y para entonces mi hermano había acumulado tal colección de cromos repetidos que teníamos casi para un segundo álbum.

Por el día del libro mi abuela me quiso comprar un cuento. Yo no sabía leer, pero los libros de dibujos me parecían una soberana tontería. Así que le pedí que me comprase el álbum de cromos. Al fin y al cabo, se podía leer. “Es un cuento que pegas tu los dibujos” – le dije. Un poco a regañadientes, me lo compró. Y de paso un tubo de pegamento. Imedio, no supergen, supergen deja marca en el otro lado de la hoja y estropea el álbum, como bien había aprendido de mi hermano. Oh, el placer! El enorme gusto de poder pegar los cromos en mi propio álbum, un álbum que podía leer una y otra vez, sin supervisión, sin pedir permiso. Creo que no exagero al decir que me tiré todo ese año pendiente de mis cromos, los recortes de revistas de fotos relacionadas con la película que coleccionaba mi hermana, las visitas a la cartelera del cine Aramo donde la película se proyectó durante meses interminables. Pasaba por delante del cine y veía a la gente comprar sus entradas con una envidia tremenda. Pero mi madre era inflexible. Con lo miedoso que eres (lo era, me despertaba pegando gritos prácticamente cada noche y meaba las sábanas día sí día no), me decía, no quiero ni pensar las pesadillas que te puede dar el hombre ese de negro. Darth Vader, mamá, se llama Darth Vader! Dentro de ese periodo recuerdo dos días especiales. Uno feliz. Mi hermana había escrito a IN CINE, la distribuidora de Fox en España por aquel entonces, contando no se qué milongas de un artículo sobre la película para la revista escolar, y milagrosamente le enviaron, en un sobre que atesora hasta el día de hoy, un dossier de prensa y varias fotos en blanco y negro a tamaño A4 incluyendo UNA FOTO AUTOGRAFIADA DE MARK HAMILL!!!! En el dossier había información que revelaba detalles fascinantes sobre el actor como su afición al surf y los coches de carreras. A – ha. El otro día que no olvidaré fue más triste. Cada día miraba la cartelera en la última página del periódico. Cine Aramo, ahí estaba, LA GUERRA DE LAS GALAXIAS, tolerada, ocho meses en cartel. No sabía leer bien, pero aquello alcanzaba a entenderlo. Mientras otras películas no duraban nunca más de un mes, aquella seguía y seguía… hasta que un día se anunció la llegada de una nueva película.

NOOOOOOOOOOOOOOOOO!

Esto puede ser difícil de entender. Pero por aquel entonces el vídeo era algo de ciencia ficción. Las películas desaparecían del cine para irse a un limbo extraño del que nunca podían volver. Eran eventos, aquí y ahora, que solo podían ser disfrutados en ese preciso momento. Lloré, pateé, supliqué, me gané alguna bofetada de mi madre y más de una bronca de mi padre, pero no conseguí que me llevasen a verla. Un buen día, pasé por delante del cine Aramo y La Guerra de las Galaxias ya no estaba en cartel. En su lugar estaba ahora una tontería de película llamada Muerte en el Nilo. Puaj.

Llegó el verano, largo, tedioso, sin vacaciones, encerrado en Oviedo sin ir a ningún sitio. Ya había conseguido perdonar a mi madre que no me llevasen al cine (casi), pero no había conseguido olvidar la película. Y un buen día, cuando ya había perdido toda esperanza de verla, oh milagro, el periódico anunció que La Guerra de las Galaxias volvía al Roxy, un diminuto cine de reestreno. Casi se me para el corazón. Esta vez tenía que conseguirlo. Si no me daban permiso rompería la hucha, me escaparía de casa y saldría corriendo al cine. Tardarían horas en encontrarme, quizás suficientes para poder ver la película entera. Después me echarían de casa y tendría que ir a un correccional, pero me daba lo mismo. Tenía que ver esa película. Yo tenía una hucha con forma de enanito a la que le tenía muchísimo cariño. Un buen día decidí que el momento de mi fuga había llegado. Saqué un martillo de la caja de herramientas y me dispuse a darle un golpe todo lo fuerte que pudiera. En ese momento entró mi madre. Qué haces? Yo me puse a llorar y mi madre se puso a reír como una loca. ¿Pero no sabes que se puede sacar el dinero por debajo? ¡No hace falta que la rompas! Descubrí entonces que el enanito tenía un pequeño agujero camuflado con una goma por el que se podía sacar el dinero mucho más rápido de lo que entraba. Miramos los contenidos. Contamos juntos los dos. Había suficiente para dos entradas baratas. La miré con ojos suplicantes. Bueno, está bien – me dijo. Pero no quiero pesadillas, ¿de acuerdo?

BOOOOOOOM! Creo que nunca había sido tan feliz. Bajé corriendo al portal de casa a esperar a mi hermano, quería darle la noticia tan pronto como llegase a casa. Tampoco fue difícil convencerle. Esa misma tarde, iríamos a la sesión de las cinco a ver La Guerra de las Galaxias. Creo que había fréjoles y bonito para comer, dos cosas que odiaba con toda mi alma, pero dejé el plato limpio no fuese a ser que mi madre cambiase de opinión. Me lavé los dientes, me peiné y me senté en el hall de casa delante del reloj a esperar a que llegasen las cuatro y media, hora pactada de salida.

Llegó el momento. El cine no estaba demasiado lejos de casa, tan sólo había que bajar una cuesta muy larga por una calle que iba en curva y desembocaba en el cine Roxy. Las monedas de la hucha hacían ruido en mi bolsillo a cada paso, y a mí me pareció que sonaba parecido a los cascabeles del trineo de Papá Noél. Íbamos bajando la calle, empezaba a atisbarse el final de la curva.

Primero pude ver la R.

Luego la O.

X.

Y.

Ahí estaba el Roxy, con su cartel de la película desgastado, doblado y lleno de agujeros de chincheta tras viajar, imaginaba, por muchos otros cines mejores. Había estado ahí delante decenas de veces. Pero ahora todo era distinto. Esta vez iba a descubrir, por fin, lo que escondían esas puertas.

Solté toda la calderilla de golpe. No sé qué cara se le puso a la taquillera, no la recuerdo, pero sí recuerdo el instante mágico de recibir mi entrada. Había que dársela a un señor de uniforme gris en la puerta, y entonces te dejaban pasar.

El olor. Palomitas. Moqueta. Cortinas polvorientas. Desinfectante del baño. Humanidad sudorosa. Un extraño bouquet no demasiado agradable. Cruzamos el vestíbulo, y puse pie por primera vez en una sala de cine. Estaba muy empinada y oscura, y había montones de butacas de cara a una gigantesca cortina de terciopelo roja. ¿Y la pantalla? – pregunté, muy nervioso, pensando que quizás los cines de reestreno no tuviesen pantalla. Ahí, detrás de la cortina – me dijo mi hermano. Ahora cuando vaya a empezar se abre y detrás está la pantalla. Y se van a apagar las luces, así que no te asustes – me dijo. Mierda, se me había olvidado. La película había que verla oscuras, y yo era MUY miedoso. Empecé a recordar lo que me había dicho mi madre cientos de veces, que no podía ver la película porque me moriría de miedo. Y tuve dudas. Volví a contar las monedas que me habían sobrado. ¿Nos da para un paquete de sugus?- le pregunté a mi hermano. Él contó mis duros y pesetas en mis manos llenas de sudor nervioso, asintió y se acercó al quiosco que había en la parte trasera del cine. Justo cuando estaba allí se apagaron las luces. Mierda. Sólo en aquel sitio a oscuras. Y entonces escuché el sonido del engranaje de la cortina que empezaba a abrirse. De la nada, un haz de luz cortó la oscuridad, y yo seguí el haz de luz con la mirada hasta un pequeño ventanuco en la parte trasera de la sala. Mi hermano llegó corriendo con los sugus y se sentó a mi lado. Qué miras, que la pantalla está ahí, enano – me dijo. Y ahí estaba. Vaya si estaba.

Vi un 20 gigante con unos focos que giraban mientras sonaban unos tambores y una fanfarria. Luego un cartel mi hermano leyó para mi… hace mucho mucho tiempo en una galaxia lejana.

Oh, el vértigo. Meses de espera, de soñar con ese momento. Y si no me gustaba? Y si me daba miedo? Y si…?

Blam! El logo de Star Wars inundó la pantalla a golpe de orquesta. Música. No sabía que había música también… Unas letras que me sabía de memoria (estaban en la primera página del álbum que me habían leído cientos de veces) empezaron a aparecer, primero eran muy grandes pero se iban haciendo pequeñitas, como si se alejasen, mientras sonaba aquella música maravillosa. Entonces la pantalla se quedó en negro, sólo se veían estrellas. Y entonces una nave perseguida por un destructor imperial, era el primer cromo del álbum, conocía esa imagen perfectamente… pero esto era distinto… todo era mucho más maravilloso de lo que podía haber imaginado. Ahora el destructor sobrevolaba nuestras cabezas disparando a la nave de la princesa Leia. Y la música seguía, chan-chan-chan-chan-chan---chan-chan-chan-chan-cha-cha-chan… Y entonces, en aquel instante interminable en el que el destructor volaba sobre nosotros sentí algo que era parecido al miedo, pero agradable. Era emoción. De un calibre que nunca antes había experimentado. Se me escaparon las lágrimas, pero no estaba triste. Estaba profundamente sobrecogido por una emoción que no alcanzaba a comprender. Y seguí en ese estado durante dos horas. Absolutamente hipnotizado. No me comí ni un sugus por no despegar la vista de la pantalla ni un segundo. Me quedé ahí clavado hasta que pasó el último crédito, se acabó la música y se encendieron las luces. Felicidad absoluta.

Cuando salí a la luz desde la oscuridad de la sala, todo me  parecía de mentira. Para mi, desde ese momento, el mundo real, el mundo en el que quería vivir estaba ya en otro sitio. Ahora sólo tenía que descubrir cómo se podía llegar hasta allí. 

Por qué soy guionista...


Crecí en una ciudad fría, húmeda y rancia bastante parecida a la Vetusta de Clarín. Pero para mí Oviedo era un lugar muy especial porque tenía doce puertas mágicas: Roxy, Clarín, Brookly, Ayala, Principado, Aramo, Fruela, Campoamor, Cinema, Minicines, Filarmónica y Palladium. Algunas veces se abrían a lugares tan recónditos como el Tatooine con puestas de sol dobles de Lucas, otras a la California suburbana de Spielberg, otras al Madrid enloquecidamente divertido de Almodóvar. La mayor parte de los recuerdos de mi infancia van ligados a esas salas de cine diminutas donde cualquier cosa era posible. Salir de ellas al frío, la humedad y la transición era recibir una bofetada de realidad tan fuerte que un zumbido agudo se me instalaba en el oído y tardaba días en desvanecerse. Días en los que mi cabeza seguía perdida en esos mundos en medio de clases, catecismos y hospitales. Hasta que me dio por robarle la Olivetti a mi padre y ponerme a escribir mis propias historias. Una y otra, y otra. Y descubrí, como quien no quiere la cosa, que uno puede construir otros mundos y quedarse a vivir en ellos. Sin querer había descubierto un oficio del que nunca nadie me había hablado. Y supongo que por eso hoy soy guionista.

Esto es el Oviedo de mi infancia:





No, no es la posguerra, es la plaza del Fontán en los 80, antes de que Oviedo fuese de color pastel. Aquí cambiaba yo cromos de mis pelis favoritas para completar las colecciones y por aquí tenía que pasar para ir a cualquiera de los cines. Desde mi casa el camino era largo, siempre llovía (o así lo recuerdo) y tenía que pasar por muchas calles aún sin asfaltar. Recuerdo siempre que iba con cuidado de no llenarme los zapatos de barro. Cuando mi madre me reñía por ir a misa hecho un desastre no lo entendía, pero cuando iba a mis templos ponía mucho cuidado en presentarme con el mejor aspecto posible. 


Estas eran mis catedrales, los cines Principado y Campoamor. 



  

Como comentaba, las vistas desde fuera no eran gran cosa, pero dentro eran increíbles.