jueves, 27 de octubre de 2011

Mi primera visita a un cine.


“La guerra de las galaxias” se estrenó en España el siete de noviembre de 1977. Por aquel entonces yo acababa de cumplir cuatro años. Era demasiado pequeño para ir al cine, y a mi madre le parecía que me podría dar miedo, así que a pesar de muchas súplicas, no conseguí que me llevasen a verla en su día. Mi hermano Juan tenía 13 años, mi hermana Pilar 15, eran fanáticos de la película, los dos hacían la colección de cromos. Bueno, en realidad mi hermano la hacía, porque Pilar sólo quería los cromos en los que salía Mark Hamill. Mi hermano me dejaba custodiar y ordenar los cromos repetidos, pero el álbum de cromos era algo sagrado que no podía tocar. Sólo podía mirarlo de vez en cuando y él tenía que pasar las páginas. Yo-no-podía-tocar-el-álbum. Tenía una hoja en la que íbamos apuntado los cromos que teníamos, del 1 al 164, tachando los que ya estaban. A veces se me permitía el lujo de aplicarle pegamento imedio a algún cromo, eso era lo máximo que se me permitía. Mi hermano era terriblemente escrupuloso y sólo él podía colocar el cromo haciéndolo cuadrar perfectamente en el rectángulo dibujado sobre el álbum. Yo le daba al imedio siguiendo sus precisas intrucciones. Un punto de pegamento en cada esquina del cromo y otro en el centro, luego estiraba esos puntos hasta convertirlos en líneas y se lo entregaba reverencialmente a mi hermano para que lo pegase. La colección tardó en completarse casi un año, y para entonces mi hermano había acumulado tal colección de cromos repetidos que teníamos casi para un segundo álbum.

Por el día del libro mi abuela me quiso comprar un cuento. Yo no sabía leer, pero los libros de dibujos me parecían una soberana tontería. Así que le pedí que me comprase el álbum de cromos. Al fin y al cabo, se podía leer. “Es un cuento que pegas tu los dibujos” – le dije. Un poco a regañadientes, me lo compró. Y de paso un tubo de pegamento. Imedio, no supergen, supergen deja marca en el otro lado de la hoja y estropea el álbum, como bien había aprendido de mi hermano. Oh, el placer! El enorme gusto de poder pegar los cromos en mi propio álbum, un álbum que podía leer una y otra vez, sin supervisión, sin pedir permiso. Creo que no exagero al decir que me tiré todo ese año pendiente de mis cromos, los recortes de revistas de fotos relacionadas con la película que coleccionaba mi hermana, las visitas a la cartelera del cine Aramo donde la película se proyectó durante meses interminables. Pasaba por delante del cine y veía a la gente comprar sus entradas con una envidia tremenda. Pero mi madre era inflexible. Con lo miedoso que eres (lo era, me despertaba pegando gritos prácticamente cada noche y meaba las sábanas día sí día no), me decía, no quiero ni pensar las pesadillas que te puede dar el hombre ese de negro. Darth Vader, mamá, se llama Darth Vader! Dentro de ese periodo recuerdo dos días especiales. Uno feliz. Mi hermana había escrito a IN CINE, la distribuidora de Fox en España por aquel entonces, contando no se qué milongas de un artículo sobre la película para la revista escolar, y milagrosamente le enviaron, en un sobre que atesora hasta el día de hoy, un dossier de prensa y varias fotos en blanco y negro a tamaño A4 incluyendo UNA FOTO AUTOGRAFIADA DE MARK HAMILL!!!! En el dossier había información que revelaba detalles fascinantes sobre el actor como su afición al surf y los coches de carreras. A – ha. El otro día que no olvidaré fue más triste. Cada día miraba la cartelera en la última página del periódico. Cine Aramo, ahí estaba, LA GUERRA DE LAS GALAXIAS, tolerada, ocho meses en cartel. No sabía leer bien, pero aquello alcanzaba a entenderlo. Mientras otras películas no duraban nunca más de un mes, aquella seguía y seguía… hasta que un día se anunció la llegada de una nueva película.

NOOOOOOOOOOOOOOOOO!

Esto puede ser difícil de entender. Pero por aquel entonces el vídeo era algo de ciencia ficción. Las películas desaparecían del cine para irse a un limbo extraño del que nunca podían volver. Eran eventos, aquí y ahora, que solo podían ser disfrutados en ese preciso momento. Lloré, pateé, supliqué, me gané alguna bofetada de mi madre y más de una bronca de mi padre, pero no conseguí que me llevasen a verla. Un buen día, pasé por delante del cine Aramo y La Guerra de las Galaxias ya no estaba en cartel. En su lugar estaba ahora una tontería de película llamada Muerte en el Nilo. Puaj.

Llegó el verano, largo, tedioso, sin vacaciones, encerrado en Oviedo sin ir a ningún sitio. Ya había conseguido perdonar a mi madre que no me llevasen al cine (casi), pero no había conseguido olvidar la película. Y un buen día, cuando ya había perdido toda esperanza de verla, oh milagro, el periódico anunció que La Guerra de las Galaxias volvía al Roxy, un diminuto cine de reestreno. Casi se me para el corazón. Esta vez tenía que conseguirlo. Si no me daban permiso rompería la hucha, me escaparía de casa y saldría corriendo al cine. Tardarían horas en encontrarme, quizás suficientes para poder ver la película entera. Después me echarían de casa y tendría que ir a un correccional, pero me daba lo mismo. Tenía que ver esa película. Yo tenía una hucha con forma de enanito a la que le tenía muchísimo cariño. Un buen día decidí que el momento de mi fuga había llegado. Saqué un martillo de la caja de herramientas y me dispuse a darle un golpe todo lo fuerte que pudiera. En ese momento entró mi madre. Qué haces? Yo me puse a llorar y mi madre se puso a reír como una loca. ¿Pero no sabes que se puede sacar el dinero por debajo? ¡No hace falta que la rompas! Descubrí entonces que el enanito tenía un pequeño agujero camuflado con una goma por el que se podía sacar el dinero mucho más rápido de lo que entraba. Miramos los contenidos. Contamos juntos los dos. Había suficiente para dos entradas baratas. La miré con ojos suplicantes. Bueno, está bien – me dijo. Pero no quiero pesadillas, ¿de acuerdo?

BOOOOOOOM! Creo que nunca había sido tan feliz. Bajé corriendo al portal de casa a esperar a mi hermano, quería darle la noticia tan pronto como llegase a casa. Tampoco fue difícil convencerle. Esa misma tarde, iríamos a la sesión de las cinco a ver La Guerra de las Galaxias. Creo que había fréjoles y bonito para comer, dos cosas que odiaba con toda mi alma, pero dejé el plato limpio no fuese a ser que mi madre cambiase de opinión. Me lavé los dientes, me peiné y me senté en el hall de casa delante del reloj a esperar a que llegasen las cuatro y media, hora pactada de salida.

Llegó el momento. El cine no estaba demasiado lejos de casa, tan sólo había que bajar una cuesta muy larga por una calle que iba en curva y desembocaba en el cine Roxy. Las monedas de la hucha hacían ruido en mi bolsillo a cada paso, y a mí me pareció que sonaba parecido a los cascabeles del trineo de Papá Noél. Íbamos bajando la calle, empezaba a atisbarse el final de la curva.

Primero pude ver la R.

Luego la O.

X.

Y.

Ahí estaba el Roxy, con su cartel de la película desgastado, doblado y lleno de agujeros de chincheta tras viajar, imaginaba, por muchos otros cines mejores. Había estado ahí delante decenas de veces. Pero ahora todo era distinto. Esta vez iba a descubrir, por fin, lo que escondían esas puertas.

Solté toda la calderilla de golpe. No sé qué cara se le puso a la taquillera, no la recuerdo, pero sí recuerdo el instante mágico de recibir mi entrada. Había que dársela a un señor de uniforme gris en la puerta, y entonces te dejaban pasar.

El olor. Palomitas. Moqueta. Cortinas polvorientas. Desinfectante del baño. Humanidad sudorosa. Un extraño bouquet no demasiado agradable. Cruzamos el vestíbulo, y puse pie por primera vez en una sala de cine. Estaba muy empinada y oscura, y había montones de butacas de cara a una gigantesca cortina de terciopelo roja. ¿Y la pantalla? – pregunté, muy nervioso, pensando que quizás los cines de reestreno no tuviesen pantalla. Ahí, detrás de la cortina – me dijo mi hermano. Ahora cuando vaya a empezar se abre y detrás está la pantalla. Y se van a apagar las luces, así que no te asustes – me dijo. Mierda, se me había olvidado. La película había que verla oscuras, y yo era MUY miedoso. Empecé a recordar lo que me había dicho mi madre cientos de veces, que no podía ver la película porque me moriría de miedo. Y tuve dudas. Volví a contar las monedas que me habían sobrado. ¿Nos da para un paquete de sugus?- le pregunté a mi hermano. Él contó mis duros y pesetas en mis manos llenas de sudor nervioso, asintió y se acercó al quiosco que había en la parte trasera del cine. Justo cuando estaba allí se apagaron las luces. Mierda. Sólo en aquel sitio a oscuras. Y entonces escuché el sonido del engranaje de la cortina que empezaba a abrirse. De la nada, un haz de luz cortó la oscuridad, y yo seguí el haz de luz con la mirada hasta un pequeño ventanuco en la parte trasera de la sala. Mi hermano llegó corriendo con los sugus y se sentó a mi lado. Qué miras, que la pantalla está ahí, enano – me dijo. Y ahí estaba. Vaya si estaba.

Vi un 20 gigante con unos focos que giraban mientras sonaban unos tambores y una fanfarria. Luego un cartel mi hermano leyó para mi… hace mucho mucho tiempo en una galaxia lejana.

Oh, el vértigo. Meses de espera, de soñar con ese momento. Y si no me gustaba? Y si me daba miedo? Y si…?

Blam! El logo de Star Wars inundó la pantalla a golpe de orquesta. Música. No sabía que había música también… Unas letras que me sabía de memoria (estaban en la primera página del álbum que me habían leído cientos de veces) empezaron a aparecer, primero eran muy grandes pero se iban haciendo pequeñitas, como si se alejasen, mientras sonaba aquella música maravillosa. Entonces la pantalla se quedó en negro, sólo se veían estrellas. Y entonces una nave perseguida por un destructor imperial, era el primer cromo del álbum, conocía esa imagen perfectamente… pero esto era distinto… todo era mucho más maravilloso de lo que podía haber imaginado. Ahora el destructor sobrevolaba nuestras cabezas disparando a la nave de la princesa Leia. Y la música seguía, chan-chan-chan-chan-chan---chan-chan-chan-chan-cha-cha-chan… Y entonces, en aquel instante interminable en el que el destructor volaba sobre nosotros sentí algo que era parecido al miedo, pero agradable. Era emoción. De un calibre que nunca antes había experimentado. Se me escaparon las lágrimas, pero no estaba triste. Estaba profundamente sobrecogido por una emoción que no alcanzaba a comprender. Y seguí en ese estado durante dos horas. Absolutamente hipnotizado. No me comí ni un sugus por no despegar la vista de la pantalla ni un segundo. Me quedé ahí clavado hasta que pasó el último crédito, se acabó la música y se encendieron las luces. Felicidad absoluta.

Cuando salí a la luz desde la oscuridad de la sala, todo me  parecía de mentira. Para mi, desde ese momento, el mundo real, el mundo en el que quería vivir estaba ya en otro sitio. Ahora sólo tenía que descubrir cómo se podía llegar hasta allí. 

1 comentario:

  1. Qué historia más fascinante, Sergio. Y es que el que la sigue, la consigue. Creo que le había escuchado la historia resumida a Juan en alguna ocasión. Te sigo la pista a través de la pequeña pantalla. Enhorabuena.

    Lartaun

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